marzo 17, 2006

Jueves, 03:47

Desde que conozco el Kuality, Manny el Yako ha sido el cadenero. Medio recargado en el umbral, con la mirada más aburrida del mundo, deja que los clientes, habituales y no tanto, pasen sin mayor trámite. Antes, por supuesto, era diferente: cuando abrieron el bar, todavía antes del incendio del Lobohombo, la cola para entrar era fenomenal. En esos días, antes de que la delegación cayera como buitre sobre la vida nocturna de la ciudad, el Kuality atendía verdaderas multitudes, y Manny el Yako era el rey indiscutido de la noche. No sólo era el arcángel que te permitía -o no- la entrada a la tierra prometida, sino que además, una vez adentro, el lugar de tu destino nocturno dependía de la generosidad de la ofrenda que le hicieras al momento en que soltaba la cadena para permitirte el paso. Sonriente siempre, no tenía ningún problema para mentarte la madre si la propina no le parecía adecuada, y entonces estarías condenado a sentarte en una de las mesas a un lado de la entrada al baño, con el hedor del amoniaco y la mierda llenándote el cerebro. Tampoco se tentaba el corazón para prohibirle el acceso a cualquier fulano que llegara visiblemente borracho. Sin importar qué reloj tuviera en la pulsera o qué placa de dependencia del gobierno le restregara en la cara o cuánta morralla le quería apretar en la mano, Manny el Yako le sonreía y lo mandaba al Elektra, o al Antígona, los basureros en los que las chicas desechadas del Kuality terminaban contoneando sus flácidas caderas ante beodos que apenas podían enfocar la mirada lo suficiente como para verlas. Para Manny el Yako, la cadena del Kuality separaba a lo selecto de la escoria, y controlarla era un imperativo moral, más que una chamba.
Gracias a este celoso cumplimiento del deber, el Kuality siempre fue justo lo que prometía ser: un lugar de calidad. Por eso Raúl, yo, y varios otros en la oficina, nos hicimos clientes asiduos. Jueves y viernes de ley, en ocasiones sábados también, aunque se llenaba demasiado y perdía bastante encanto; y poco a poco comenzamos a aparecernos los demás días de la semana, excepto los lunes. no porque no quisiéramos, sino porque los lunes, desde sus inicios, el lugar descansaba. Si me preguntaran dónde está mi fondo para el retiro, tendría que decir que cuelga de los hilos dentales que delimitan las nalgas de las chicas del Kuality.
Para Manny el Yako, las madrugadas se llenan de momentos que muchos olvidan. Es el sonriente y mudo testigo de las salidas a carcajadas del antro, mientras va progresando la noche y los clientes, satisfechos sus deseos de mirar, tocar, y beber, regresan a sus casas con sus esposas o, como en mi caso, con sus despertadores chinos. Manny el Yako nuevamente hace a un lado su cadna y nos deja salir para fundirnos con la noche y sus reflejos asfaltados. Así lo hizo también esa madrugada cuando, ya sin Raúl, que había preferido quedarse para "unos privaditos más", emergí de la tierra prometida para volver a la realidad de la inminente cruda que comenzaba a despertar.
-Que se diviertan, jefe- me dijo al salir, y yo voltée a medio verlo a través de una mirada entequilada, sin terminar de entender por qué el plural. Le pude hacer una seña inconclusa con la mano y él, ocultando una burlona sonrisilla tras su sonrisa habitual, ignoró mi borrachera saliente (muy diferente son las borracheras de los que entran de las de los que salen: los primeros indican problemas, los segundos misiones cumplidas) y alzó la mano en gesto de despedida. Yo me alejé caminando por la banqueta: pretendía llegar a pie a mi departamento, dejar que el aire me despeje un poco la cabeza, y lo habría logrado, quizás, si la voz de Kenya no me hubiera interrumpido: "¿no vamos a tomar un taxi?"
Kenya, con sus pasos cortos y sus tacones largos, con su falda corta y sus ojos largos, iba tomada de mi brazo. En algún momento de la noche, debí haber negociado con ella que me acompañe a una "fiesta privada". Era otra de las cosas buenas del Kuality: no se ponían moños a la hora de regentear a sus putas. Los labios rojos, luminosos, de Kenya me miraron con cierto desdén, supe en ese momento que la caminata, que habría ayudado bastante para recuperar la sobriedad, sería imposible.
-Claro que vamos a tomar un taxi, nena...
Uno de los tres tsurus blancos que siempre esperan clientela frente al Kuality se acercó a mi señal, y ayudé a Kenya a abordarlo. Le di mi dirección al conductor, un viejito con la triste cara de alguien que ha conducido taxis todas las madrugadas de su vida, y el taxi nos alejó del Kuality, de Manny el Yako, y del resto de la madrugada. Mientras tanto, mi mano se perdía entre los jugosos muslos de Kenya.