marzo 16, 2006

Jueves, 08:10

La mañana me cayó encima con singular sadismo. Desde pequeño, he aborrecido los amaneceres: momentos de cruel luminosidad y de ruidos crecientes que recuerdan que un nuevo -y largo- día está comenzando. Con los ojos cerrados, tratando de contener en mi cabeza el zumbido insoportable de la resaca, hice a un lado las sábanas y sentí de inmediato el aire frío de la recámara morderme las piernas desnudas.
A un lado de mi cabeza, otro zumbido llenaba el espacio. Cuando compré el despertador, un modelo barato hecho en China, con números color sangre y timbre color infierno, había tenido la intención de obligarme a madrugar: en mi trabajo los retrasos se comenzaban a apilar, y estaba harto de gastar en taxis para compensar los minutos perdidos entre la somnolencia y el pánico. Sin embargo, ese propósito se esfumó de inmediato. Más exactamente, cuando descubrí el botón silenciador, un círculo grande y gris en la parte superior del aparatejo, que, sin apagarlo, lo calla por cinco minutos. Creyendo firmemente que en esos cinco minutos podría descansar todo lo que no hube descansado durante la noche, me hice rápidamente un junkie del tiempo: en dosis de cinco minutos, me acostumbré a perseguirme en el sopor matutino. Por supuesto, seguí obligado a tomar taxis.
Sentado ya, todavía sin abrir los ojos y con la cabeza dándome vueltas, sentí con los pies la pegajosa madera del piso. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que alguien trapeara? Extendí un brazo hacia el zumbido exterior y con un golpe certero callé al despertador chino. El súbito silencio no hizo más que subir el volumen de los gritos de mi cerebro. Un gas intestinal, acumulado durante toda la noche, huyó ruidosamente, y el aroma de mi yo putrefacto hizo que me saltaran las lágrimas del asco. Poco a poco, regresaron los recuerdos.
Raúl me dio la bienvenida con una sonrisa amable, y en su sala brindamos con tequila congelado. No que sea mi bebida favorita, pero Raúl siempre ha sido de los que leen las revistas para enterarse de lo que está de moda en la vida cosmopolita. La plática se fue bordando al principio con estúpidas anécdotas de oficina, pero luego, serpenteando entre caballitos escarchados, comenzó a vibrar con colores metálicos y aromas exóticos, con carcajadas cada vez más barritadas que reídas; fue inevitable la llegada del momento en que el espacio de la sala nos pareció insuficiente para contener tanta diversión y decidimos salir.
Para ahorrarnos la preocupación del estacionamiento y la manejada (ninguno de los dos quería ser conductor "resignado"), fuimos a pie al Kuality. En la calle, ni siquiera la terca llovizna fue capaz de apagar nuestros ánimos, ni enfriar nuestras calenturas: éramos dos locomotoras que avanzaban a todo vapor, entre risotadas fanfarronas y cacahuates mal masticados, hacia la tierra prometida, los ríos de leche y miel, y las luces reflejadas en brillantes, tensas, húmedas pieles.
Manny el Yako estaba en la entrada del Kuality, con su cara de aburrimiento perpetuo. Alcancé a ver un malogrado intento de sonrisa cuando vio que nos acercábamos. Con una mano desenganchó la cadena que nos separaba del interior, mientras que con la otra se guardó en el bolsillo del pantalón el billete que Raúl le dio, a manera de amistoso saludo. El rítmico pum pum pum pum de la música latía en el aire del bar, y mis ojos temblaban con anticipadas imágenes de lo que estaban por ver. La pista central, alrededor de la que se apiñaban las mesas y los diminutos taburetes, relucía en su negrura salpicada de destellos multicolores. Los cuatro postes que la comunicaban con el techo, cromados y tan brillantes que parecían mojados, esperaban el inicio del siguiente espectáculo.
Raúl hubiera podido ahorrarse el billete que le dio a Manny el Yako: además de nosotros y un grupo de cinco adolescentes, tan sólo dos o tres de los clientes más empedernidos acariciaban sus vasos con la certeza de que eran lo único que los separaba de la muerte. El resto del lugar, claro, era miércoles, estaba vacío. En las esquinas, colgados del techo, unos monitores emitían videos musicales sin música. Raúl y yo nos sentamos en nuestros lugares, los de siempre, a un lado de la pista, y el callado y servicial Eusebio se acercó a esperar que pidiéramos nuestros tragos: ya el tequila nos lo habíamos acabado en la sala, así que aquí pedimos ron y refrescos: nada mejor para acompañar el espectáculo de nuestras cubanas favoritas que nuestras cubanas favoritas. De un altavoz escondido en algún negro rincón, una voz de tabaco nos pidió un fuerte aplauso, pues el Klub Kuality se enorgullecía en presentar a su fina clientela, directamente desde las cálidas y soleadas playas del Caribe, a la más hermosa estrella del firmamento del espectáculo: con ustedes... ¡Kenya!
El ruido del despertador interrumpió la música del Kuality y me alejó de Kenya y sus jugosos muslos. Me di cuenta de que se habían acabado mis cinco minutos de recuerdo. Justo cuando se iba a poner buena la noche, carajo. Por eso odio los amaneceres.
En lugar de apagar el reloj chino, me llevé las manos a la cabeza, abrazándola con los dedos, apretando fuertemente para evitar que su gelatinoso contenido se desparramara luego de hacerla reventar. A través de la cortina, una colcha sujetada con imperdibles al tubo montado sobre la ventana de mi recámara, la luz del sol, azul, comenzó a golpear mis párpados cerrados. Por más que quise, no pude recordar a Kenia, ni a ninguna de las otras chicas de anoche: todas ellas con nombres que empezaban con ka. Karyme. Karla. Kleopatra. Karina. Kalíope. Konny. Coño. Tampoco pude recordar cómo salimos del bar, cómo dejé a Raúl en su edificio, cómo llegué a mi departamento, cómo me metí en la cama. Mi vida volvía a comenzar con el rojo chillido de mi despertador. Borrón y cuenta nueva: todo lo de la noche anterior, todo lo de mi vida antes de este amanecer de los mil demonios, se reducía a una vaga memoria que podía estar en mí, o podía no estarlo. No tenía la menor importancia.